Por Johan Rosario
Hay una lección que los ancianos de la tierra siempre supieron, pero que la prisa moderna nos ha hecho olvidar: aprender a deslindar lo útil de lo valioso.
Un sacacorchos es útil… pero un abrazo que derrite el miedo es valioso.
Una puerta es útil… pero un atardecer que incendia el cielo y te recuerda que eres polvo de estrellas, es valioso.
Reparar un pestillo es útil… pero abrir las puertas del alma, es valioso.
Una encendedora es útil… pero el fuego, ese espíritu danzante que nos une al origen, es valioso.
Las redes sociales son útiles… pero la amistad que sobrevive a la distancia y al tiempo, es valiosa.
Casi siempre, lo útil cuesta más en monedas, y lo valioso… apenas exige presencia.
Porque el dinero es útil, sí, pero no es sagrado.
Lo sagrado es aquello que nutre tu espíritu y que, aunque no se pueda guardar en un bolsillo, permanece en tu memoria hasta el último aliento.
Lo valioso germina en lo invisible: en la caricia que sana, en la palabra que salva, en la risa compartida bajo la lluvia.
Es el hilo dorado que cose nuestras almas a la eternidad.
Y, sin embargo, hemos aprendido a mirar con más codicia lo útil, como si la felicidad fuera un artefacto que se compra y no un fruto que se cultiva en el corazón.
Los instantes más puros no tienen precio:
Ver nacer a un hijo.
El primer beso que despierta mares. Caminar tomado de la mano de quien enciende mariposas en tu pecho.
Los recuerdos que te visitarán justo antes de que tu espíritu emprenda vuelo… no costaron dinero.
Esos son tu verdadero tesoro.
Así que, cuando la preocupación te asalte, siéntate como lo haría un viejo chamán frente al fuego, y pregúntate:
¿Esto que busco es útil… o es valioso?
El alma siempre sabe la respuesta.
Y cuando aprendas a escucharla, descubrirás que vivir bien es mucho más sencillo —y mucho más sagrado— de lo que te contaron.